Educación | Sociedad
10 de julio de 2013

La educación en cárceles: ¿política criminal o política educativa?

Mag. Mariano Hernán GUTIERREZ

Históricamente todo lo que ocurre dentro de la cárcel es manejado por el personal especializado de la prisión. El discurso de la prisión siempre gira en torno a un proyecto y un objetivo de resocialización (rehabilitación, reeducación, reinserción social). Para ello, se supone, sabe poner en juego un arsenal de técnicas disciplinarias positivas y negativas (religión, trabajo, educación, vigilancia del comportamiento) que lograrán la transformación del individuo que allí ha ingresado. El presupuesto es que el individuo es un objeto que puede ser moldeado, y que, cuando entra es un objeto deficiente. Pero la práctica real y cotidiana de lo penitenciario está orientada a otro objetivo y otro problema: mantener el orden, “que no haya lío”, que no explote, que no genere costos políticos. La población penal es difícil y problemática cualquiera que esté encerrado está en problemas, y es objeto y fuente de problemas. Hay permanentes conflictos, tensiones y violencias, entre presos, entre los presos y el personal y en el mismo personal como corresponde a una institución que administra violencia porque administra encierro. La forma en que se maneja esa población problemática es manteniéndolos divididos con conflictos permanentes, promoviendo entre ellos la jerarquización y la violencia dosificada pero constante, de forma tal que unos controlen a otros, y así también tener unos pocos con quienes haya que negociar. El conflicto y las divisiones se gestionan distribuyendo premios y castigos individuales, beneficios y degradaciones. El ejemplo más extremo es el pabellón violento. Para controlarlo se designa a un preso como “limpieza” (en general el más pesado) que deberá mantener al resto de la población en orden y a cambio de ello tendrá el poder de negociar con el Servicio el acceso a beneficios legales… e ilegales. Pero esta lógica de la negociación se extiende a toda la población penitenciaria. La atención médica, las visitas íntimas, un televisor, un teléfono, acceder a la escuela o a un trabajo, el traslado a un mejor pabellón, una buena nota de concepto y conducta para la libertad condicional, todo entra dentro de la lógica de premios negociables. El castigo físico, el traslado a un peor pabellón, o a otra unidad más alejada de la familia, el “buzón” (celda de aislamiento), una mala nota de concepto y conducta, el impedimento a acceder a la educación o al trabajo, la muerte, todo forma parte de los potenciales castigos o degradaciones. No hay otra forma de trabajar, dirá un penitenciario. Pero del objetivo de la resocialización, entonces, queda poco y nada. Se trata de evitar el motín y no llamar la atención de afuera, de aplicar la violencia física sobre algunos, lo suficiente para sostener la autoridad, y luego, mantener la violencia interna de forma tal que los presos la reproduzcan de forma continua y permanente, al buscar cada uno su mejor posición posible. Para todo este esquema hay una condición casi excluyente: que los de afuera no se metan. Que no vean lo que ocurre, porque con sus mentes bienpensantes nunca lo podrían entender. No pueden (y en general no quieren) saber lo que pasa porque no podrían manejarlo. Nadie de afuera debe ingresar a ver este trabajo cotidiano. Todo saber técnico que ingrese, como el de la salud, la educación, o el trabajo, sólo podrá hacerlo a costa de someterse a la lógica o a la supervisión penitenciaria, que una vez más será la única experta en administrarlo, conforme su esquema.

Desde que aparecieron este tipo de prisiones -hace más de 200 años en el mundo, y unos 130 años en nuestro país- los juristas humanistas (hoy llamados garantistas) nos planteamos como sus enemigos. La acusamos, la señalamos, la atacamos, tanto por su concepción del hombre objeto como por su verdadera naturaleza violenta y degradante. Es un deber ético hacerlo. Las normas jurídicas, sobre todo las superiores, nos dan la razón hace mucho tiempo. Y ha servido para poner freno a alguna de las tendencias más aberrantes del sistema. Pero no ha servido para cambiar la forma en que trabaja.

Y he aquí que los últimos años nos encuentran en una conjunción histórica excepcional. Por un lado, hace cuarenta años que el discurso de la resocialización ha entrado en crisis y enfrenta cuestionamientos desde la misma criminología, más radicales y extendidos que los que soportaron históricamente de los juristas. Más recientemente la función de los muros de cemento también entra en crisis con la revolución de las comunicaciones, las redes sociales virtuales, la continuidad cultural entre adentro y afuera. Por otro lado, a nivel regional vivimos un pequeño reverdecer de la idea de derechos sociales universales, del estado con responsabilidades sociales.

En este contexto, desde hace casi unos diez años vemos que algunas políticas universales de salud se proponen llegar hasta la población penitenciaria; algunas denuncias por trabajo esclavo en la cárcel a veces generan reacciones desde las agencias de regulación del trabajo; y la educación de los presos comienza a ser entendida como parte de la política educativa, que debe llegar también, a esa población vulnerable que tiene esas condiciones particulares. Esto es una visión absolutamente excepcional y revolucionaria en la historia de las relaciones entre nuestras cárceles y el resto de las agencias del Estado. Una nueva lógica de gobierno por inclusión de esa población hasta ahora gobernada por la exclusión, que no vuelve a la lógica de la resocialización.

En la Ley de Educación Nacional de 2006 (26.206) se plantea con profundidad este enfoque. Entendida como un cambio de paradigma jurídico trae una consecuencia importante: la educación de la población privada de libertad, no es una cuestión de resocialización, ni de garantías penales individuales, es una cuestión educativa. Dicho de otra forma, en la cárcel no se debe educar para resocializar, sino educar para educar. Esto traería muchas consecuencias si se interpreta fielmente: el objetivo educativo no debe estar sometido al objetivo penitenciario ni condicionado o interrumpido por él. El sujeto, en el momento de la clase, no es un preso sino un alumno. Cuando se sanciona al preso, no se puede afectar el proceso educativo, y cuando se sanciona al alumno no debe tener consecuencias en su concepción criminológica. El estímulo educativo debe ser educativo y responder al objetivo educativo, no al penal, y el estímulo penal (¿?) a su conducta y respuesta en tanto preso. La prioridad para acceder al cupo educativo debe estar decidida por la autoridad educativa y conforme los criterios de una política educativa, no por el servicio penitenciario conforme criterios de beneficios o control de los presos. El docente no debe tener funciones ni responsabilidades penitenciarias de ningún tipo, ni el guardia funciones docentes. Finalmente, las agencias estatales deben concebir a la educación en cárceles como una política social del Estado, no como parte de su política criminal ¿En definitiva, cuál es la diferencia? La diferencia siempre está en cómo son pensadas y qué derecho o función se prioriza cuando entran en conflicto.

Curiosamente, en este cambio no sólo nos encontraremos con la resistencia del sistema penitenciario, nos encontraremos también con una inconsciente resistencia de los penalistas, aún los críticos y garantistas, que no pueden concebir a ese preso sino como un sujeto cuyo único derecho avasallado, en menor o mayor medida, es su libertad individual. Cuando falla el alcance de la política educativa sólo ven un “agravamiento en las condiciones de detención”, una violación a las garantías penales individuales, y no una violación, también, a un derecho humano fundamental como la educación (o la salud, o el trabajo). Este penalista cae nuevamente en la trampa penitenciaria del premio, cuando se imagina que al menos ese premio mejorará la vida de los presos individuales en los que él está pensando o acortará su tiempo en prisión. (1) Prioriza la identidad de preso antes que de alumno, porque es experto en defenderlo en tanto preso, y piensa que es más fácil defender sus derechos así. Pero al hacerlo, vuelve a llevar la discusión al terreno de la inmovilidad, a la vieja disputa estructurante de lo jurídico-penitenciario, entre garantías individuales y el preso como objeto de resocialización, acepta la lógica de la salvación individual por vía del “beneficio” como un mal menor, se somete a las condiciones penitenciarias para plantear la discusión. Desplaza ¿sin saberlo? a esta nueva mirada, que promete la llevada de políticas de promoción y protección con otra lógica, y que insinúa cambios potencialmente más fructíferos para una transformación radical de la cárcel que doscientos años de denuncias con la mirada del liberalismo y las garantías individuales.

No se trata de olvidar a las garantías individuales, se trata de enriquecer esa mirada con una más amplia, de los derechos sociales en tanto derechos fundamentales. Se trata de que los derechos a recibir educación formal, a poder trabajar, al cuidado de la salud, son derechos subjetivos exigibles autónomamente, no sólo parte de un tratamiento penitenciario digno o de una ejecución correcta de un plan resocializador.

La porificación de los muros de la cárcel es un proceso que ya ha comenzado. La cuestión es si lo dejaremos pasar de lado centrándonos en nuestras viejas discusiones, y mirando de afuera un resultado que se presentará como aleatorio o ingobernable, o tratamos de aprovechar el momento para generar un tipo de pensamiento y acción verdaderamente reformadores, inclusivos, para llevar a la prisión a ser algo radicalmente distinto a lo que ha sido… o mejor dicho, para llevar la mirada de la educación y los derechos sociales a una población históricamente olvidada.

Notas:

1. La muestra de ello es cómo ha celebrado todo el arco de los penalistas garantistas la sanción de la ley “estímulo” (26.695) que reforma a la Ley Nacional de Ejecución Penal (24.660), a pesar de que: (1) resitúa la mención del derecho a la educación de los presos en una ley penal; (2) premia el éxito escolar con menor tiempo en prisión (atándolo así a la lógica de premios y castigos tan natural al sistema penitenciario), (3) menciona que hay que respetar la autoridad de la autoridad penitenciaria (¡!), y (4) garantiza que el derecho sea protegido por Habeas Corpus (el remedio jurídico para la afectación de libertad individual y las condiciones de detención; los otros derechos constitucionales se protegen por vía de otra acción, el Amparo).

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Mag. Mariano Hernán GUTIERREZ:
Abogado, docente, investigador. Programa de Estudios del Control Social, Instituto Gino Germani, Universidad de Buenos Aires
Contacto: marianohgutierrez [at] gmail [dot] com