Cultura
27 de abril de 2011

Nativos digitales en la universidad

Mag. Miriam CASCO

Estremecidos alguna vez por el fantasma de la desaparición del libro físico, ese “montón de hojas secas” cubiertas de signos que comunican el pensamiento de otro –tal la metáfora de Nicole Robine–, los docentes universitarios nos vemos enfrentados con un hecho: las competencias comunicativas de nuestros estudiantes se están configurando en una etapa de transición entre la fase letrada y la fase electrónica de las prácticas comunicativas. Las jóvenes generaciones recrean y reinventan las formas conversacionales mediante el chat,  los mensajes de texto o el twiter; generan contenidos y escriben en páginas web, blogs y redes sociales; despliegan estrategias de lectura hipertextual que comprometen procesos cognitivos diferentes a los de la lectura lineal; establecen otro tipo de relaciones humanas a través de las comunidades virtuales.

Esas nuevas prácticas comunicativas vienen siendo analizadas por intelectuales de diversos ámbitos: periodistas, formadores de opinión, sociólogos, filósofos, lingüistas, semiólogos, epistemólogos, etc. Con argumentos de diferente filiación disciplinar ellos animan un debate sobre el cambio cultural, ocupando posiciones en un espectro crítico que oscila entre los polos de la “tecnofobia” y de la “tecnofilia”.

Los sectores que manifiestan reparos ante la difusión masiva de las nuevas tecnologías concentran sus temores en la posible desaparición del libro y la consecuente retracción del conocimiento y los valores de la cultura letrada. Entre sus preocupaciones está la posibilidad de desintegración de la lengua estándar por obra de las prácticas de escritura inmediata y breve. Pero también advierten sobre efectos más profundos del uso de las TICs, como la constitución de “mentes episódicas” caracterizadas por un pensamiento débil, desestructurado, y un conocimiento frágil, presa fácil del olvido. Estos últimos rasgos se manifestarían en la velocidad de la información, la vertiginosa caducidad de los datos, la tendencia a almacenar información sin procesar, la preferencia por la yuxtaposición en desmedro de la jerarquización de ideas, el caos de sentido.

Asimismo, esas posiciones suelen atribuir el retroceso de ciertas funciones intelectuales a la reificación de la imagen y, en algunos casos, explican la violencia creciente por la influencia de ciertos productos visuales. Además, se estarían produciendo cambios afectivo-psicológicos alarmantes: el estímulo a la desinhibición mediada por la pantalla, la conversión de lo privado en público, el uso de simulacros para comunicarse. Todos esos factores estarían afectando las capacidades de introspección y de construcción de la interioridad. En la misma dirección, hay quienes marcan la dificultad de los jóvenes para verbalizar sus sentimientos (alexitimia), condición que sumaría a la inmadurez intelectual la inmadurez afectiva. Y en el orden de los valores culturales y las representaciones sociales, los críticos de la cultura electrónica protestan por la exaltación del hedonismo: “abandonarse” en la red, sumergirse en el “extasis inquietante” –como metaforizan Finkielkraut y Soriano– de una libertad ilimitada para navegar, perder el tiempo, seguir el deseo inmediato, saturarse rápidamente y cambiar.

Desde perspectivas más optimistas y en algunos casos claramente defensoras de las TICs, se sostiene que no somos testigos de ningún tipo de deterioro mental sino de un proceso de transformación mental y cultural. Según estos enfoques la imagen no está tan vacía de contenido cognoscitivo como se suele afirmar, pensamiento y urgencia no son incompatibles, conectividad y paratextualidad estimulan la inteligencia. Los sujetos de la generación digital, observan los defensores de las TICs, son capaces de trabajar con varias ventanas abiertas simultáneamente, prefieren la comunicación recíproca a la unidireccional, leen y escriben mucho más de lo que parece, se entrenan a diario en muchos tipos de lectura simultánea (verbal, icónica, indicial, simbólica, contextual), han acortado las distancias con los textos de la cultura y la desacralización de la palabra les ha otorgado confianza en su creatividad artística, han revitalizado formas de sociabilidad que parecían perdidas (a través de la correspondencia, por ejemplo). Esos sujetos serían beneficiarios y protagonistas de una comunicación más democrática y de alcances planetarios. Lejos de los autómatas estupidizados de los escenarios pesimistas, serían sujetos activos de una sociedad en la que la información y el conocimiento son centrales.

Cualquiera sea nuestra postura entre esos dos polos, el cambio es irreversible y  –como afirma el especialista español Pablo del Río– en la calle, en la vida cotidiana, las TICs ya han ganado. En el plano educativo, en cambio, la situación es diferente. Para el caso que nos interesa es necesario señalar que con frecuencia la institución universitaria, si no rechaza, al menos ignora los nuevos saberes de los estudiantes. Resulta lógico que así sea, puesto que sus reglas de afiliación intelectual se sostienen en la tradición verbalista y libresca. El acceso a los saberes legítimos en la universidad sigue dominado por modalidades de adquisición propias de la cultura impresa o, en palabras de Regis Debray, de la grafoesfera. Se descarta que el libro y otro tipo muy limitado de materiales impresos (artículos en revistas científicas, por ejemplo) sean las fuentes prioritarias de información.

Frente a ello la universidad recibe, en grado creciente, “nativos digitales”, es decir, jóvenes que han nacido y crecido inmersos en las TICs. Sobre ellos, los que leen en pantalla y escriben en teclado, el epistemólogo argentino Alejandro Piscitelli ha llegado a sostener que conforman “una clase cognitiva nueva”. Es decir, un conjunto de personas cuyo psiquismo se ha configurado de forma diferente en relación con las generaciones anteriores, en tanto son sujetos históricos de otro hito en la evolución de las tecnologías de la palabra y del conocimiento. Ese hito revolucionario está constituido por el pasaje del papel a la pantalla y genera transformaciones cognitivas que Piscitelli entiende como un proceso de mediamorfosis. Sus protagonistas, esos individuos con “arquitecturas mentales distintas” según Del Río, acceden a la información mediante mecanismos que interpelan los procesos tradicionales de búsqueda y construcción del conocimiento.

Comprender las dimensiones de la transformación es un imperativo para quienes pretendemos acompañarlos en sus años de formación académica. Después de todo, la nostalgia por el “montón de hojas secas” no debe hacernos olvidar  –como nos recuerda Joaquín María Aguirre– que el libro es “arte de la palabra, no del papel”.

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Mag. Miriam CASCO:
Directora del Departamento de Lenguas de la UNICEN, docente de la Facultad de Ciencias Sociales
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