Historia | Política | Sociedad
9 de diciembre de 2013

La cultura antidemocrática, 30 años después

Dr. Miguel SANTAGADA

Los más jóvenes pueden preguntarse por qué celebrar estos 30 años ininterrumpidos de las instituciones republicanas.  Ellos asisten a una etapa que hasta 1983 los ciudadanos argentinos no habíamos experimentado. Ni siquiera nuestros padres, que contaban con 60 años en diciembre de 1983, habían conocido un ciclo institucional tan extenso. ¿Saben los más jóvenes que las frecuentes interrupciones no fueron la causa, sino el efecto de ilusiones y convicciones antidemocráticas de nuestra cultura política? Celebremos estos treinta años reflexionando si esas ilusiones ya podrían haberse desvanecido por completo.

Por convicción o desesperanza, los ciudadanos argentinos parecían resignados a que frecuentes alzamientos cívico-militares  derrocaran gobiernos electos por el sufragio popular.  Ni el orden legal ni la voluntad de las mayorías detenían a los grupúsculos oligárquicos que a ritmos cada vez más atropellados hacían estremecer las calles de las grandes ciudades y los altavoces de las radios con sus asonadas proclamas sediciosas. Con cada golpe de Estado decaían las esperanzas de una convivencia racional, bajo el imperio de las leyes y el respeto por las diferencias. A la vez, los golpes despertaban en algunos sectores ilusiones de orden, de progreso y de pacífica seguridad.

En diciembre de 1983 la sombra de esas experiencias fracasadas se movía ágilmente detrás de la escena. Los golpes institucionales producidos en 1930, 1943, 1955, 1962, 1966, 1976 forman una sucesión de desaciertos.  Un período sinuoso de errores y contrariedades, de cuya finalización aparente se cumplirán tres décadas el próximo 10 de diciembre. Como tantas experiencias humanas, nuestra desdichada historia institucional no reconoce un solo factor, ni un culpable único, ni un final absoluto. Como tantas lecciones de la historia, no estaremos seguros de haberla aprendido en sus términos y sentidos más profundos.

Los golpes de Estado utilizan la fuerza, pero no descuidan la herramienta más poderosa de la política: el engaño. La cultura antidemocrática no es espontánea, ni exclusivo producto del amedrentamiento o la represión.  Cuenta con eficaces aparatos de difusión y persuasión. Se va consolidando junto con técnicas de propaganda y volutas de humo que el consumo doméstico no cesa de agitar. ¿Quién, después de todo, está plena y permanentemente satisfecho? ¿Quién no añora el orden, el respeto, la honorabilidad? ¿Cómo resistir la tentación de la magia irracional, cuando la promesa es tan cautivante? La cultura antidemocrática pretende hacer real la ensoñación de una sociedad fortalecida por el progreso material, la seguridad personal y la felicidad universal de niños y ancianos. El inconveniente no está en los objetivos, y esto es lo que robustece el engaño, sino en los medios: para sostener el progreso es necesario ante todo garantizar la rentabilidad de las empresas, aún a costa de deprimir los salarios de los trabajadores. Para lograr la seguridad personal es necesario restringir las libertades. Y para gozar de la felicidad universal será suficiente simplemente proclamarla.  Así, la cultura autoritaria convierte en tolerables ciertas paradojas evidentes: la pacificación se construye con la guerra, el progreso con el hambre y el orden con la ilegalidad.

Los “altos destinos de la Nación” exigen el aporte material e intelectual de todos. La cultura antidemocrática no admite disensos. Quienes opinen en sentido contrario a los dictados del régimen, por tanto, serán tratados como enemigos del conjunto y sometidos a censura, represión y eventualmente cárcel. Nada hay en la Nación superior a la Nación misma, salvo sus legítimos intérpretes, fuertemente pertrechados ante una ciudadanía indefensa, mal informada, confundida.  Nada hay superior a la Nación, ni siquiera el pueblo, ni siquiera la Carta Magna. Ni siquiera las leyes, o los derechos humanos básicos como la defensa en juicio, o la inviolabilidad del domicilio.  El vértigo resultante de tanta soberbia nos arrastraría a los peores desastres experimentados durante la última dictadura: terrorismo de Estado, que incluye detención sin juicio, desaparición forzada y asesinato, supresión de la identidad y tráfico de menores huérfanos o arrebatados a sus madres. A pesar de tanta ignominia, todavía influyentes sectores de opinión afirman que hubo una guerra o que las asonadas militares estuvieron “justificadas”.    

A tres décadas de continuidad institucional, ¿estamos asistiendo por fin a la defunción de la cultura antidemocrática?  En el balance inevitable de los aniversarios preferimos recordar lo bueno que nos pasó y esperar que lo peor acabe pronto. Como protagonistas de este período institucional más prolongado de la historia argentina reciente celebremos la reconquista de nuestros derechos, que se cuentan por docenas: elecciones sin proscripciones, libertad irrestricta de expresión, autonomía universitaria, federalismo, , matrimonio igualitario, patria potestad compartida, entre muchas otras. Desde ya, no parecen suficientes. Una serie de fastidios persistentes denuncian la indignación frente a la lentitud y caducidad de la administración estatal, en particular de las instituciones judiciales, de la gestión de la seguridad pública y del adecuado mantenimiento de las infraestructuras viales y de transporte.

Si alguna vez estuvo en agonía, la cultura antidemocrática ha logrado sobrevivir en el mal trato que contribuyentes y ciudadanos padecemos en las oficinas estatales, en las rutas peligrosas, en algunos despachos judiciales y comisarías, en las tendencias a la monopolización manipulativa de la opinión pública. En fin, en la prepotencia de instituciones públicas o privadas, en las conductas de complicidad frente al destrato y de indiferencia frente al abuso que sufren los otros. ¿En los treinta años de continuidad institucional hemos aprendido a no esperar la llegada de hechiceros que hagan desaparecer los conflictos y de paso a los inconformistas? La sociedad es de todos, y exige nuestro compromiso. No basta nuestra ensoñación.

Celebremos, sí, los treinta años ininterrumpidos de este ciclo institucional, con la advertencia de que este sinuoso período no equivale exactamente a treinta años de democracia. Una lista incompleta de residuos de la cultura autoritaria debería alentarnos para encaminar las soluciones a problemas que no se han volatilizado a pesar del ciclo inusitadamente largo que hoy festejamos. El tratamiento decimonónico que aún exigen algunos jueces (su falta de compromiso cívico frente a las responsabilidades tributarias, por ejemplo) y las sospechas nunca despejadas de parcialidad en la designación de los funcionarios y en el enjuiciamiento de sus tareas. La indisimulable influencia de intereses económicos en el manejo de la administración pública. El manejo discrecional de los fondos para la seguridad social. El descontrol de los problemas medioambientales. La intromisión estatal en los ámbitos personalísimos de la vida y del cuerpo propio. La decaída educación pública, con contenidos de enseñanza e instalaciones edilicias concebidas para épocas ya pasadas…

Complete el lector la lista anterior, pero que la enumeración sea parte del festejo, un modo de recordarnos los esfuerzos pendientes. Para que dentro de treinta años podamos celebrar el ciclo institucional más largo de nuestra historia.

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Dr. Miguel SANTAGADA:
Director del Centro de Estudios de Teatro y Consumos Culturales (TECC), Facultad de Arte, UNICEN
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