Sociedad
10 de agosto de 2012

Eterna juventud

Dr. Miguel SANTAGADA

La dinámica cultural del último medio siglo ha dado impulso renovado a la antigua pretensión de la eterna juventud. Aunque parezca poco razonable detener el paso del tiempo, esta pretensión es del orden de lo imaginario, pues se refiere a un deseo antropológico profundo y no queda necesariamente reducida a ser una ilusión sin posibilidades fácticas. De acuerdo con ese imaginario, la juventud es el momento de la vida y no sólo un fragmento efímero de la existencia. Lo esencial de este momento es lo esencial de la vida: la creatividad, la fuerza, el entusiasmo que nos llevan a soñar con horizontes más justos y  más gratificantes. La eterna juventud, sería, en sus aspectos más profundos, la actitud siempre abierta a los cambios, la forma de sintonizar con utopías y escenarios sociales renovados. La juventud no se corresponde con edades o etapas de corta duración. Es una actitud ante lo socialmente dado, ante lo solidificado por la costumbre y la rutina. En contraste, la metáfora de la eterna juventud describe el hecho de que  durante los otros momentos de la vida  quedarían clausuradas  las posibilidades de soñar y actuar por una sociedad mejor. En la infancia, las posibilidades de acción son acotadas. Y acaso en la vejez la experiencia acumulada pueda desaconsejar las utopías y las ambiciones heroicas. 

 A diferencia de su equivalente durante épocas arcaicas, el actual imaginario de la eterna juventud cuenta con el marco verosímil que aporta la longevidad de ciertos sectores de la población. La expectativa de vida en el momento de nacer ha aumentado considerablemente entre las personas que disponen de relativos privilegios asistenciales y sanitarios. En 1950, por ejemplo, quienes nacían en Europa podían esperar alcanzar los 67 años. Actualmente, el cálculo augura una expectativa (promedio) de 78 años.  Esta longevidad ha alterado también la duración de los períodos de la vida: estamos más tiempo en el mundo, de modo que somos niños, jóvenes, adultos y mayores durante una cantidad de años que nuestros padres o abuelos no pudieron disfrutar o padecer.

Además de los cálculos demográficos, otras evidencias cotidianas nos llevan a considerar si la niñez y la juventud no se extienden más allá de los límites “naturales” que hasta apenas unas décadas atrás se les atribuía. Fenómenos como la iniciación sexual precoz, la finalización tardía de los estudios, la exigencia de la capacitación continua en los empleos, la dilación en dejar de cohabitar con los padres, indican una aparente alteración de las etapas de la vida desde y hasta edades que se correspondían con expectativas, actitudes  y obligaciones caracterizadas como diferentes. Recordemos que los mandatos sociales de mediados del siglo XX no consentían ni la pretensión de vestir indumentaria inapropiada para la edad, ni la intrepidez de cuestionar normas y preceptos. Ambas disposiciones eran elocuentes: se creía que la juventud era un momento transitorio, por el que había que pasar indefectiblemente, como una especie de enfermedad cuyo ataque precoz libraba a uno de acechanzas más severas en edades maduras. Estamos muy lejos de esas creencias, que confundían la capacidad de respuesta frente a arbitrariedades sociales con disfuncionalidades hormonales.

Otro factor que ha fortalecido en nuestros días el imaginario de una juventud prolongada es el discurso de la publicidad mercantil. Casi todos los personajes de los anuncios comerciales son jóvenes, responden a ideales homogéneos de belleza y salud corporal y se comportan con una despreocupación fácilmente (aunque quizás esto es erróneo o prejuicioso) atribuible a las personas de menos edad. Es cierto también que mejora las chances de imposición del imaginario de la eterna juventud la obsesión por renovar su aspecto facial que ponen de manifiesto ciertas figuras del cine y la tv. La insistencia en una “estética” del rejuvenecimiento parte de la leyenda según la cual existen semidiosas   para quienes el paso de los años no trae consecuencias ostensibles. Lo cierto es que la belleza creada en los anuncios comerciales es funcional a una vastedad de propósitos gratificantes y superficiales, que han banalizado la imagen de los jóvenes reduciendo  la condición juvenil a los aspectos físicos y más o menos apolíneos de la anatomía.

Pero hay un elemento característicamente más gravitante en el imaginario profundo de la eterna juventud: el arte, ese campo de constantes desafíos que se integra gracias a la audacia por innovar. Ya sea que produzcamos o disfrutemos de las obras de arte, ellas nos recuerdan que los límites a nuestra capacidad son tan arbitrarios como franqueables. ¿Acaso una “persona mayor” puede aceptar que es preciso cuestionar todo para mejorar siquiera un poco? Por cierto, sólo los jóvenes sienten como una necesidad animarse a pensar y a ver distinto, para actuar y vivir en un mundo mejor.  Esa audacia, que puede ser temeridad en la acción directa de las luchas sociales, o quizás simple osadía esnobista cuando se trata de construcciones identitarias provocadoras, como la de las tribus urbanas, no proviene ciertamente de los anuncios publicitarios, sino de lo permanente del arte, que es la creatividad con que buscamos sentidos a nuestra existencia. 

Recordémoslo: la creatividad artística no se limita a la originalidad de las concepciones, o a la novedad de las formas y del empleo de materiales. En la práctica, el arte también modifica sus cánones, lo cual se puede observar en la siempre inquietante renovación de los estilos y propuestas. Consideremos la adopción de las tecnologías digitales como instrumental y soporte de las obras más recientes. Pero no perdamos de vista otras formas de expresión, como los grafitis, el body art, el arte callejero, la realización audiovisual mediante teléfonos celulares, los blogs de poesía digital, y un largo etcétera de prácticas. El arte acompaña la evolución de las tecnologías pero no abandona el camino desafiante de proponer alternativas. Ninguna otra práctica es al mismo tiempo tan exigente con las  condiciones innovadoras ni tan comprensiva con las inquietudes de la actitud juvenil.

El arte es un campo de experimentación que no admite “personas mayores”, aunque está disponible para todas las edades. La búsqueda de alternativas perceptuales y conceptuales no es apta para quienes sienten la satisfacción de sus convicciones o los paralizan las ideas innovadoras. La satisfacción que provoca el dogmatismo es una experiencia que los jóvenes no podemos compartir, porque no nos es dada la seguridad imaginaria que los cánones artísticos relativizan y cuestionan.  El arte es una actividad juvenil, porque aunque pueden estar sometidas parcial o temporariamente a los mercados culturales o a las restricciones académicas, no puede existir al margen del cuestionamiento y la innovación, esas actitudes que también caracterizan a los jóvenes.  

 © Todos los derechos reservados.

Dr. Miguel SANTAGADA:
Director del Centro de Estudios de Teatro y Consumos Culturales (TECC), Facultad de Arte, UNICEN
Contacto: msanta [at] arte [dot] unicen [dot] edu [dot] ar