Sociedad
6 de diciembre de 2011

El impacto de la crisis de 2001 en la Cultura

Mempo GIARDINELLI

Cuando entre fines de 2001 y los primeros meses de 2002 el país parecía disolverse, y el desaliento se expandía como una mancha de aceite sobre el agua, en toda la Argentina sucedió, a la vez, algo sorprendente: la resistencia era posible y se podía tener la fuerte impresión de que nuestra maltrecha sociedad depositaba su esperanza en los intelectuales, los artistas y las expresiones populares y espontáneas de la Cultura.

Desde Resistencia, la ciudad donde vivo y cuyo nombre emblemático resultaba ya entonces inspirador, escribí en aquellos días varios artículos que hoy, exactamente una década después, me parecen más representativos que cualquier consideración que pudiese hacerse ahora.

En la contratapa del diario Página/12 del 22 de Febrero de 2002, se publicó la siguiente nota:

Carta abierta para la resistencia cultural

En materia cultural algunos países latinoamericanos han vivido breves siglos de oro. Chile con su proliferación de poetas y dos Premios Nobel. Las letras mexicanas mientras vivieron Rulfo, Paz, Arreola y Revueltas. Cuba con Lezama Lima, Carpentier y Guillén. Y los argentinos con Borges y Cortázar, Puig y Bioy, Soriano y Orozco, y aún con las obras de Gelman, Cossa y una nutrida generación de narradores.

La visión de mundo que los hispanoamericanos hemos venido teniendo en las últimas décadas, y casi diría en todo el Siglo XX, estuvo gobernada en gran medida por el intercambio de personas y de ideas, de obras y conflictos. Esos sentimientos, proyectos e historias, comunes o compartibles, ha venido determinando nuestra manera de ver las cosas. Hoy esos nombres, y muchos más, son fundamentales para la cultura latinoamericana. Y no sólo en la literatura; también en el cine, el teatro, las artes plásticas, la música y la danza, en todos los campos esa común visión de mundo constituyó nuestra cultura continental: plural, diversa y magnífica. Ésa que ahora está en emergencia grave porque agoniza una de sus partes. Y no es metáfora ni exageración: la cultura en la Argentina está siendo rematada como nunca antes. Aunque aquí todavía se resiste con denuedo, nuestro teatro, nuestro cine, nuestras editoriales, nuestra cultura están desapareciendo.

La ferocidad del modelo neoliberal chupó la sangre de por lo menos dos generaciones y corrompió a este país hasta el tuétano, destruyó la otrora culta clase media, está sumiendo en el analfabetismo funcional a grandes masas proletarias, y coloca a esta sociedad hasta hace poco orgullosa y engreída en un peligrosísimo estado de caos y anarquía. Es el resultado de casi 20 años de democracia genuflexa en la que se permitió que las semillas venenosas sembradas por Videla y Massera germinaran en frutos llamados impunidad, doble discurso, inequidad e indolencia. Tras una década de carnaval menemista y cuatro años de recesión, los últimos dos meses fueron un terremoto para los 36 millones que nos debatimos, día a día, entre la furia, la desesperación y la necesidad de sobrevivir.

El mejor camino, para muchos, parece ser la nueva diáspora. A las puertas de los consulados hay colas interminables de gentes que se quieren ir, corridas por la nueva pobreza, la rabia y la angustia. En todas esas colas hay cineastas, escritores, músicos, actores. La sangría aumenta por la falta de industrias, los ahorros robados impunemente por el “bancoterrorismo” y la desprotección de un Estado que es un ausente, apenas un instrumento de vulgares sirvientes de bancos y empresas privatizadas. Durante semanas la Secretaría de Cultura ha estado acéfala o en manos de burócratas sindicales. No hay presupuesto ni para pagar sueldos y prácticamente todo el sistema cultural nacional (concentrado en altísimo porcentaje en la Ciudad de Buenos Aires) está paralizado. La defensa de la cultura hoy está en manos de los que tienen internet en sus casas y organizan heroicas, conmovedoras cadenas de denuncia y solidaridad.

Cada mañana, al sentarme ante mi ordenador, escucho los bombos de los manifestantes y las sirenas policiales en la plaza que está a dos cuadras. Ver la tele y sumirse en la desgarradora realidad es todo uno. Escribir, crear, se han tornado quimeras. Habría que estar demasiado chiflado, o ser un cretino insensible, para sumergirse en las indagaciones de la creación. Esto le pasa a muchos. Miguel Pereira, el cineasta que dirigió hace años “La deuda interna” me cuenta desde Jujuy que ya no puede filmar y que se va a Barcelona. Y como he vivido y tengo amigos en el exterior, me llueven pedidos de recomendación, incluso de gente que no conozco.

Nunca, jamás he visto algo igual. Ni durante la dictadura, cuando por lo menos teníamos la convicción de que la lucha era noble, el futuro estaba en nuestras manos y teníamos, además, la ilusión de la victoria sobre las Juntas asesinas.

Algunas mañanas pienso en lo que se viene, en términos culturales, y siento deseos de llorar. Enseguida me enfurezco conmigo mismo y resisto todo el día, participo de marchas y protestas, y completo la militancia cotidiana como miembro de un foro de resistencia que se llama “El Manifiesto Argentino” y que integro con una veintena de intelectuales de todo el país y algunos que ya se han radicado en el extranjero. Pero cada noche, inexorablemente, siento que se derrumban otros ladrillitos de mi esperanza. Mi mujer me contiene y yo a ella, y no queremos irnos aunque se ha vuelto tan difícil vivir aquí. Yo le digo que alguien debe quedarse a sostener las vigas del techo y luego me duermo para no llorar.

Durante los últimos seis meses casi todas las editoriales, además de bajar salarios y de organizar despidos, prácticamente suspendieron la actividad industrial. Muchas casas porteñas, y casi todas las del interior, o desaparecieron o se mantienen semicerradas. Las ventas de libros bajaron dramáticamente y hay un dato pavoroso: en sólo un año cerraron más de 300 librerías en todo el país y en dos provincias no hay ni una sola. Todo aumenta la masa de argentinos furiosos que deambula en busca de inexistentes trabajos, o, en el mejor de los casos, de una visa emigratoria. Y en provincias y municipios los teatros, cines y centros culturales resisten como pueden, con salarios rebajados y cobrando en monedas basura inventadas por los gobernadores.

No hay colega con quien hable que no tenga libros detenidos, e incluso obras listas para la venta han sido postergadas. Yo aguardaba una edición en octubre pasado, pero lo que recibí fue la comunicación del cierre de la editorial. Hoy nadie cobra anticipos en la Argentina, y a todos se nos ha atrasado, o suspendido, el pago de derechos. Y todo es muchísimo más grave para miles de autores jóvenes a los que nadie va a publicar y ni siquiera tienen acceso a los pocos suplementos y a las dos o tres revistas que todavía sobreviven.

Hubiera deseado no escribir este texto. En medio de la catástrofe de los últimos dos meses me abstuve de escribir una sola línea depresiva, nada que pudiera sonar a desánimo. Y si ahora lo hago es como prueba de resistencia cultural, que es nuestro deber cívico y artístico. Porque aquí y ahora es tiempo de apretar los dientes y aguantar, pero dándole pelea a los corruptos y mentirosos que nos gobiernan, así como a los charlatanes del mundo global que nos sermonean y dan recetas desde diarios españoles y norteamericanos. La resistencia cultural es el único texto noble y decente —escritura de vida y escritura debida— que hoy se puede escribir en la Argentina. Lejos ya de los siglos de oro, rodeados de sombras y tantas veces en la incertidumbre, aquí seguimos siendo muchos. Abollados y maltrechos, pero tenaces y todavía de pie, aún somos muchos los que —sépanlo los amigos y los que no lo son— no nos entregamos. Lo afirmo y firmo desde mi ciudad de nombre emblemático. •

Casi de inmediato, y a pedido de una agencia noticiosa alemana y del diario francés L'Humanité, en Febrero de 2002 escribí otro artículo, en el que revisaba los espectáculos más promocionados de las carteleras argentinas, en Buenos Aires y en la costa atlántica donde veraneaban muchos compatriotas que hasta poco antes solían veranear en Brasil, el Caribe o Uruguay. Y es que algunos periódicos del mundo comenzaban a preguntarse, no sin extrañeza, cómo era que los argentinos todavía cantaban y bailaban, asistían a espectáculos masivos y, por cierto, las carteleras seguían tan nutridas. Fenómenos exitosos por entonces, como el musical “Tanguera”, y en el interior del país la temporada veraniega en las Sierras de Còrdoba, resultaban sorprendentes. Algunos festivales de música folklórica congregaban noche a noche a decenas de miles de personas que amanecían cantando y bailando.

Aquél artículo que escribí y se difundió en varios periódicos del mundo, fue un intento de respuesta al interrogante.

"¿Por qué cantamos los argentinos?"

Curiosa pregunta la del título, pero interesantísimo asunto para reflexionar. Porque es cierto: ¿Cómo se explica que nuestro pueblo todavía cante, cuando el país está incendiado? ¿Qué sutiles mecanismos hacen que, rodeados de miseria y desocupados y piqueteros furiosos, miles de argentinos asistan a festivales de música y canto como los que se celebran en Córdoba este verano? ¿Cómo es posible que en medio del saqueo, víctimas impotentes del robo y la estafa a que nos someten diariamente políticos, economistas y banqueros, miles de argentinos todavía tengan ánimo para cantar y bailar en esos festivales? ¿De dónde viene, incluso, la supervivencia de ritmos locales que casi no se escuchan en nuestra colonizada radiofonía, pero que reviven por las noches en peñas y fogones? ¿Por qué canta nuestro pueblo, vamos, si nosotros no somos como los brasileños o los mexicanos, que tienen esa alegría esencial envidiable de la que nosotros siempre hemos carecido?

Las respuestas automáticas a estos interrogantes son variopintas:
      —Que cantan los cordobeses porque sólo en Córdoba son capaces de desmadrar ciudades de día y cantar de noche.
      —Que ahora se ve cantar a los argentinos porque Duhalde menemizó nuevamente el Canal 7 y Radio Nacional, que han retornado al folklore y al nacionalismo declamativo.
      —Que lo que pasa es que festivales como los de Jesús María o Cosquín son clásicos argentinos y en la Argentina hay público para todo.
      —Que la gente también necesita alimentos espirituales para resistir el desastre, y así en otras provincias, como el Chaco, hay muchos que después de los cacerolazos asisten, cada noche, a escuchar a poetas visitantes convocados para leer poesías en un teatro con entrada libre y gratuita. Y en Mar del Plata o Buenos Aires los homenajes a Osvaldo Soriano por el quinto aniversario de su muerte convocan a centenares de personas.
      —Que en la Argentina, con el naufragio, estamos todos locos y entonces cualquier cosa es posible...

Es claro que una respuesta más profunda exigiría considerar otras cuestiones, acaso un estudio sociológico, pero todas las razones antedichas confluyen, creo, armónicamente para delinear uno de los aspectos más hermosos de esos raros bichos que somos los humanos: incluso la tragedia fatiga, y para seguir adelante, para resistir un día más, para afrontar lo que se viene y que siempre puede ser un poquitito peor, necesitamos remansos. Y la música, se sabe, es un buen cauterizador de heridas. Pero además fortalece memorias, propone uniones, emociona compartidamente, hace reir o llorar. ¿No fue ésa, acaso, la esencia magistral del teatro griego?

Siempre, en todo derrumbe, hay una madre o un abuelo que le canta a los niños. Incluso en Auschwitz hubo alguien que cantaba. Como lo hubo en nuestras cárceles y campos de concentración hace sólo un cuarto de siglo. Y es que la naturaleza humana tiene estas cosas maravillosas: en el epicentro de todas las catástrofes hay siempre un ser humano que imagina, con canciones, la esperanza.

Claro que en la Argentina de estos días no sabemos si nuestro canto es de cisne, que figurativamente se entiende como la última obra o actuación de los humanos. O si acaso es canto de gallo, que prenuncia siempre un nuevo amanecer.

Por qué no pensar que, metafóricamente, para dilucidarlo es que muchos argentinos, en medio del desastre, todavía cantamos. Así, de hecho, cantamos para poder seguir adelante, resistiendo día a día. A mí no me parece poco. •

Nuestro canto fue de gallo, nomás, y afortunadamente, porque cuando parecía que la sociedad argentina ya no tenía nada en qué creer, y la desesperanza se insinuaba como único sentimiento colectivo posible, esta misma sociedad buscó, estimuló y se apoyó en sus hacedores culturales.

El impacto de la crisis había sido feroz en todos los sentidos. Pero fue la Cultura, antes que la Política y la Economía, la que supo dar una respuesta.

Y aquí estamos, diez años después. •

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Mempo GIARDINELLI:
Escritor y periodista.
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