El Bicentenario de la televisión: claves del revisionismo histórico
Utilizar la historia como argumento para la compulsa política es una característica típicamente argentina. En otros sitios el pasado es pasado y el presente es presente. Pero en Argentina todavía nos peleamos por lo qué sucedió cien años atrás, o estamos creando “líneas históricas” que son verdaderos disparates, y hasta en las reuniones sociales todavía discutimos si Rosas, Sarmiento y otros eran buenos o malos, o si las crisis del siglo XXI son las consecuencias directas de las políticas que aplicaran Perón o Frondizi. Estas actitudes que son políticas sin querer serlo, o mejor dicho son actitudes políticas pasmadas y correctas, al ser miradas desde otros sitios del planeta pueden llevar a grandes confusiones. Y esto es quizás lo que pueda sucederle a desprevenidos turistas o viajeros recién llegados al país, que al encender la televisión en un hotel cualquiera, se encuentran con unos programas que dicen ser históricos y derribadores de supuestos mitos, cuando en realidad se dedican a revolcar el pasado, para ver si desde ahí se les cae una idea nueva, omitiendo que podrían ir a revisar archivos y hundir sus dedos en los papeles. Pero la investigación histórica no interesa, quizás por su complejidad. En cambio aquí, en esta porción del planeta, nos fascinamos con el cuentito, de lo contrario ciertos personajes no tendrían tanta prensa.
En general pareciera que las argentinas y los argentinos no somos amantes de la historia sino utilizamos datos históricos como mejor se nos acomoden, y abrimos nuestros oídos a invenciones y recreaciones propuestas generalmente por unos intelectuales que quizás puedan haber leído filosofía o literatura, pero que desconocen la producción historiográfica. Ellos domestican el pasado y hacen creer a sus audiencias que la Historia depende de quienes la relaten, negando así de un plumazo las verdades que encierran los hechos del pasado. Verdades que están ahí se las conozca o no. Pero si se quiere arribar hasta ellas hay método -es decir camino- y metodologías, o sea técnicas específicas de investigación.
Pero no son estos los tiempos de la ciencia histórica. En cambio las invenciones de realidades son mucho más atractivas, más “piolas” –disculpen el argentinismo- y menos comprometidas. Así esas denominadas demistificaciones -que a ciencia cierta no son nada más ni nada menos que nuevos velos encubridores- generan una versión funcional a las circunstancias del presente, a sus injusticia, esclavizaciones y sometimientos… y si de paso nos llevamos algunos dinerillos por derechos de autor: ¡mejor todavía! Esta dinámica comunicacional, hoy tan expandida, se ha activado mucho más todavía en la medida que nos aproximamos al Bicentenario, fecha en que el ansia de trascendencia es capaz de barrer hasta con el buen gusto y los cánones estéticos.
Hoy por hoy ¿a quiénes les importa 1810? A juzgar por lo que se escucha, se lee y se ve: a muy pocas personas. El Bicentenario es, al igual que lo fue el Centenario, la fiesta de la gran egolatría contemporánea montada en la contingencia política. Y cuando asoma en el horizonte una referencia a la Revolución de Mayo es para afianzar más el cuentito que nos gusta escuchar, o sea una historia con minúscula donde haya en lo posible: dos bandos –peninsulares y criollos-; dos modelos de dirigentes –el militar y el abogado, encarnados en Saavedra y Moreno -; dos ejércitos –realistas y patriotas-; dos imperios uno caduco y otro fuerte –España e Inglaterra-; dos sociedades –la ciudad y el campo-; dos tipos masculinos –el “pituco” y el gaucho-; dos modelos de país –centralista y federal-; dos ideologías políticas –con el pueblo o con el imperio-. Y además… dos líneas históricas -que los más acendrados militantes las hacen nacer en el siglo XIX pero que son más actuales que la Bombonera- “San Martín, Rosas, Perón” y “Mayo, Caseros, La Libertadora”.
En rigor de verdad no podemos decir que en la gestación de estas nociones estuvieron ausentes muchos historiadores. Sostener ese punto de vista sería una gran mentira, ya que buena parte del montaje ideológico se la debemos a la corriente revisionista que, nacida en el período de entreguerras bajo el signo de la derecha radical y fascista, hizo de Mitre y de su interpretación histórica, el mayor objetivo de sus metralletas y balines. En concreto donde la historiografía liberal decimonónica afirmaba una cosa, ellos sostenían lo opuesto pero sin dedicarse a revisar archivos, cambiar metodologías y supuestos, como estaba aconteciendo en otros países por ese mismo tiempo, donde muchos historiadores contradecían las interpretaciones liberales.
La corriente revisionista aunó la compulsa política y su versión de la historia, de modo tal que desde entonces al presente su mirada se convirtió en la Vulgata, potenciada hacia la mitad del siglo XX por postulados de izquierda en su absoluta mayoría desconocedores del materialismo histórico y su método, respondiendo en líneas generales a lo que Lenin denominaba como “izquierdismo, enfermedad infantil del comunismo”. No quiero decir con ello que no haya existido una corriente materialista en la historiografía nacional, pero su producción es posterior a 1970, y nunca sus textos formaron parte del imaginario colectivo y la imaginería nacional.
Hoy la corriente revisionista tan cara al sentir de argentinas y argentinos ha sido reactualizada y potenciada gracias al desarrollo de nuevas modalidades y estrategias comunicacionales, a tal punto que sus modelos ideológicos han logrado resignificar el sentido de lo que habitualmente se suele entender por crítica histórica, es decir la consecución de un método riguroso desde la heurística hasta la interpretación o explicación, donde las técnicas que se utilicen permitan generar unas conclusiones lógica e históricamente fundamentadas. Contrariamente, en nuestro país, se entiende por crítica o pensamiento crítico el encadenamiento de maldiciones –para no utilizar otro término del habla cotidiana- contra cualquier versión del pasado que no podamos llegar a comprender ya sea porque acceder de primera mano a los documentos nos sobrepasa, o porque no queremos escuchar nada que nos incomode; o bien porque nos irrita pensar ordenadamente.
Entonces entregamos nuestra cabeza a los publicistas de la historia que nos relaten el cuentito, más o menos de la siguiente manera: las chuzas y las lanzas antiguas se vinculan con Evita y ésta se mezcla con el Che Guevara; los partidarios de Mariano Moreno son los antecesores de la organización Montoneros… y la denominada revolución de 1810 no fue popular sino producto del accionar del cónsul británico, o fue hecha por terratenientes y tenderos porteños interesados en los billetes y el librecambio, gente sin experiencia política que se les desbarató el negocio cuando se organizó la Junta Grande, al llegar los representantes de las provincias, los genuinos hombres del federalismo, depositarios del ser nacional. Este cóctel ideológico de disparates históricos representa grosso modo lo que gira hoy en los debates periodísticos, con el agravante que en los últimos años le han sumado una serie de datos sobre la vida íntima de los protagonistas, que al mejor estilo de los chismes de barrio, emergen ad hoc de los festejos del Bicentenario, para conformar una trama abigarrada que le da condimento a la versión revisionista canonizada y actualizada.
¿Qué hacer frente a este panorama? No es mucho el espectro de posibilidades. ¿Podemos mandar a caso a nuestras conciudadanas y conciudadanos a leer libros de historia? Lo veo muy difícil. ¿Podemos enseñar a pensar históricamente y en un pequeño texto explicar cómo se aplica el método histórico y las diversas técnicas?, ¿Podemos suplir en unos pocos minutos lo que la escuela no hizo? Mucho más difícil aún porque la ciencia histórica es contraria a las creencias. Y hemos gestado una sociedad de creyentes. Laicos pero creyentes. Capaces de pasar de unas creencias a otras al compás de los publicistas de turno. Y maravillarse de lo mucho que nos “mintieron” por ejemplo al decirnos que San Martín era blanco, cuando en realidad era un mestizo. Una obviedad que sólo puede ser ostentosa frente al desconocimiento tanto de la demografía americana en el siglo XVIII, como de los usos sociales, ideológicos y políticos del denominado blanqueamiento, realidades que no modifican un ápice los esfuerzos de San Martín en favor de la independencia, ni su genio estratégico, ni sus capacidades políticas que, desconocidas en Argentina, desarrolló en Europa, una vez que su tarea americana estuvo concluida. ¡¡¡ En fin!!! La ciencia histórica es contraria a las creencias y a los cuentitos de almanaques y televisión, pero todo el mundo puede atreverse a contradecirla como mejor le parezca porque, a diferencia de lo que ocurre con otras ciencias como por ejemplo la física, la astronomía o la geología, el lenguaje en que el conocimiento histórico se expresa y transmite es más o menos transparente.
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