5 de diciembre de 2016

De la independencia al neoliberalismo: modernidad, soberanía popular y antiestatismo como nociones culturales estructurantes

Dra. Olga ECHEVERRÍA

Aunque pueda resultar paradójico, quienes nos dedicamos a las ciencias sociales y humanas, no pocas veces nos sentimos con escasa capacidad de intervenir en la transformación que concebimos necesaria. No obstante, entiendo que los/as historiadores/as escrutamos al pasado desde las urgencias del presente y entendemos que en su estudio pueden surgir instrumentos que, sometidos a la discusión y al intercambio de perspectivas y vivencias, contribuyan con una vida mejor para las mayorías y los más vulnerables. 

Nociones culturales e imaginarios políticos y sociales

Así e invitando al debate, voy a realizar una breve aproximación a algunas nociones culturales que, desde mi perspectiva y aun con resignificaciones y cambios, han tenido un larga vida en nuestra historia, en los paradigmas intelectuales, pero también en los proyectos y prácticas políticas y se han instalado en los imaginarios políticos y sociales (incluso en sectores sociales que no estarían representados por esos imaginarios). Esas nociones son plurales, incluso a veces contradictorias y no se puede hacer una lectura lineal, aunque por razones de espacio aquí no se enunciarán sus tensiones y matices. Dicho de otro modo, me propongo mencionar algunas de esas construcciones ideológicas y culturales, advirtiendo que están condicionadas por intereses políticos y sobre todo económicos, para que, entre todos/as, pensemos cuánto influyen en nuestra manera de pensar, entender  y hacer lo político y lo social.

El Congreso de Tucumán y después

Como resultado del proceso revolucionario iniciado en 1810, el Congreso de Tucumán  definió la creación de un nuevo Estado. El enfrentamiento entre las posturas centralistas y confederadas se instaló como un eje estructurante de la política y se hicieron evidentes las rupturas y los enfrentamientos que marcarían los primeros años de ese nuevo Estado. Al mismo tiempo, y en sintonía con el contexto internacional, se adoptó la noción de soberanía del pueblo como fundamento del poder. No obstante, el Congreso también buscaba poner fin a la revolución, no sólo por el desgaste que implicaba, sino porque además para muchos de los diputados era necesario poner un límite a lo que se consideraba un peligroso avance de la insubordinación, y para lo cual era necesario reconstruir un orden. La intención era doble: terminar con el desafío de pueblos pequeños a las ciudades cabeceras, de las provincias al poder central y de cualquier facción a un gobierno; y también poner un límite a la movilización popular, que era muy fuerte y significaba un ataque a las jerarquías tradicionales y un cuestionamiento del orden social (Di Meglio, 2016).

Es decir, desde comienzo de la historia independiente pensar los límites a la participación popular, para mantener el orden, fue una preocupación de los sectores dominantes. Si bien esta es una característica que se da en todo el mundo occidental, lo cierto es que la forma de poder construida por el liberalismo en Argentina fue notoriamente conservadora. De tal modo, el lento proceso de consolidación estatal derivó en una república escasamente republicana, (Herrero, 2011; Botana, 1997) que no impulsaba la participación de las mayorías, sino que buscaba limitarla y que dejaba poco margen de maniobra para los partidos de oposición y las demandas provinciales. El proceso de consolidación estatal se da en simultáneo con la incorporación de  la Argentina al sistema capitalista mundial,  como exportadora de materias primas y consumidora de manufacturas. Es decir un período de cambios profundos, de consolidación de la elite terrateniente de la región pampeana-litoral y de surgimiento de un incipiente proletariado  con demandas políticas, sociales y económicas.

En Argentina, se optó por un programa que concibió que sin orden no habría progreso económico y entendía que en la participación política de los ciudadanos era un riesgo mayor para el funcionamiento de la república. Por ello, el liberalismo realmente existente fue mucho más conservador que lo que se admitía. Pero aun así, las élites se sentían inquietas y preocupadas y comenzaron a buscar reaseguros del poder y a dar forma a una supuesta identidad argentina auténtica que se oponía a la cultura y accionar de los extranjeros y los sectores populares que comenzaron a visibilizarse. Este corpus ideológico servía de argumento a su perspectiva política anti igualitarista y antidemocrática, que implicaba un diagnóstico lúgubre del presente considerado confuso, desmoralizado e irrespetuoso de las jerarquías tradicionales. Los resultados de las primeras elecciones presidenciales con voto universal masculino hicieron crecer los temores y comenzó a gestarse una tendencia política que se expresaba en una conjunción de clasismo, xenofobia, nacionalismo de derecha, anticomunismo, teorías conspirativas y pretendida aristocracia. Al mismo tiempo, el temprano antiestatismo (nacido de Alberdi) fue ganando adherentes y constituyendo una lectura política y un imaginario y una práctica que  atribuía –y atribuye- todos los fracasos al accionar del Estado.

Civilización o barbarie ¿qué hay en cada término?

También ha sido muy intenso e influyente  el debate sobre la oposición modernidad y barbarie o tradición. La modernidad implicaba una supuesta vocación de incentivar el progreso e impulsar la modernización de las estructuras sociales y culturales locales. Al tiempo  que marcaba lo político y las apreciaciones sobre el Estado. Lo cierto es que la modernidad ha ido siempre asociada a su lugar de origen, es decir a Europa y luego  a Estados Unidos de América y en nuestro país asume el imperativo de “ser como”, “pertenecer a” esas metrópolis internacionales. Y, una y otra vez, a lo largo de la historia con todos los cambios producidos, reaparece la idea de que los sectores populares activos y el estado fuerte atentan contra ese supuesto logro de ser parte de la modernidad y el primer mundo. 

La democracia mayoritaria, crisis y el afianzamiento del antiestatismo en las elites.

Si bien el gobierno de Yrigoyen, iniciado en 1916, no trastocó profundamente la estructura social y los destinos de la Argentina (Persello, 2007), la apertura de los espacios estatales  e intelectuales a sectores medios, tanto como la ampliación de la voz política, generó una fuerte rechazo por parte de los que se consideraban  “notables” que manifestaron, sin ambages, su desprecio por los “advenedizos”. Rápidamente surgieron cuestionamientos a las formas de ocupación del Estado y acusaciones de corrupción, mediocridad, ineptitud para frenar el problema obrero y el supuesto avance  comunista. Así, con las huelgas de 1919, surgió la Liga Patriótica Argentina, grupo paramilitar integrado por los jóvenes hijos de las élites que, con apoyo policial, salieron a enfrentar a obreros y militantes con el fin de evitar que se produjera una revolución al estilo bolchevique (Mc Gee Deutsch, 2003; Lvovich, 2016) y se expandiera la cultura judaica. La Liga que se organizaba en nombre de la “fe y el  honor” y para frenar la osadía popular, tuvo una larga vida y se encargó de fomentar postulados antidemocráticos, antiplebeyos, antifemeninos y antisemitas. Es interesante señalar que tanto en la Liga como en otros agrupamientos políticos e ideológicos que iban surgiendo, se aglutinaban liberales, conservadores, militaristas y clericales, lo que indica que la coyuntura política y económica polarizaba a las fuerzas sociales en pugna y provocaba la homogenización y alianza de los sectores patronales ante lo que percibían como una amenaza (Avner, 2006). Todos sabemos que esos mismos grupos, en 1930 llevaron adelante el primer golpe de estado del siglo XX en Argentina. Y fue en ese contexto y en plena crisis internacional (la crisis del 30) que se fue forjando la idea del fracaso argentino (Kozel, 2008).  Una noción cultural que es una derivación de la presunción de las élites de que al país le esperaba un destino de grandeza a partir de su incorporación al modelo civilizatorio  moderno que se había adoptado  y que, además,  hacía hincapié en una supuesta excepcionalidad argentina en el contexto latinoamericano.  Lo cierto además es que se trata de una noción que nace del fracaso de un modelo económico y reforzaría las críticas a las políticas estatales y a la participación colectiva organizada, a la que se achaca el fracaso.

Esa idea de decadencia de la Argentina, hunde sus raíces en viejos prejuicios y conductas que se han solidificado a lo largo de la historia, a través de estereotipos, en principio  europeístas  y desconoce toda responsabilidad de los sectores dominantes.

Y, en ese sentido, me parece que la frustración que se pregona, crea o refuerza la perspectiva individualista, inmovilizadora, ya que toda participación colectiva, todo Estado con algunas políticas sociales y movilizadoras  ha derivado, indefectiblemente, en un fracaso, en una desviación, en una mentira.  Esto, de ser así,  conduciría a que buena parte de la sociedad lleve una existencia social frustrada y, por lo tanto,  poco arriesgada, con el único objeto de  tratar –inútilmente- de escapar del castigo siempre renovado del fracaso y el despilfarro.

Ahora bien, ¿cuál habría sido esa experiencia decepcionante que llevó a que los idearios de grandeza, sin terminar nunca de morir, construyeran su propio opuesto y se acostumbraran a transcurrir en un complejo  entramado “bipolar”? En mi opinión, la decadencia del modelo económico agroexportador y la crisis de la hegemonía imperante, implicó la decepción y frustración de la clase terrateniente que lo había conducido y se había beneficiado de ese proceso político, social y económico.  El sentimiento de fracaso que invadió a los sectores dirigentes los llevó a cerrarse sobre sí mismos y a buscar las razones –externas- de esa situación, en buena medida, inesperada y dramática que juzgaban injusta.

La primera pregunta es, ¿cómo fue que ese ánimo pesimista, descolocado y afligido se extendió a otros sectores sociales, especialmente a los sectores medios, que lo tomaron como un problema propio y lo constituyeron en elemento importante de su identidad, de su vinculación con el Estado y lo sostienen como verdad, en donde surgen eternos culpables e inocentes permanentes. La segunda pregunta es, obviamente, ¿cómo se pueden transformar esas percepciones culturales que paralizan?

Bibliografía

Di Meglio, Gabriel; 1816. La verdadera trama de la independencia, Buenos Aires, Plantea, 2016

Persello, Ana Virginia;  Historia del radicalismo, Buenos Aires, Edhasa, 2007

Kozel, Andrés: La Argentina como desilusión, México, Nostromo, 2008

HERRERO, Alejandro. “La "república posible" y sus problemas en Argentina. Normalistas e industriales debaten el plan educativo alberdiano de las dos gestiones presidenciales de Julio Argentino Roca (1880–1886 y 1898–1901)”, en Secuencia 80. México, 2011

BOTANA, Natalio.  El Orden Conservador, Buenos Aires, Sudamericana, 1997.

MCGEE DEUTSCH, Sandra. Contrarrevolución en la Argentina, 1900 -1932. La Liga Patriótica Argentina, Bernal, UNQUI, 2003.

Kozel, Andrés: La Argentina como desilusión, México, Nostromo, 2008

Avner, María: La Semana Trágica de enero de 1919 y los judíos. Mitos y realidades, Tesis de Maestría, Faculty of Jewish History, 2006

Lvovich, Daniel “La Semana Trágica en clave transnacional. Influencias, repercusiones y circulaciones entre Argentina, Brasil, Chile y Uruguay (1918-1919)”, en Bertonha, Joao Fabio y

Bohoslavsky, Ernesto: CIRCULE POR LA DERECHA. Percepciones, redes y contactos entre las derechas sudamericanas, 1917-1973, Los Polvorines, UNGS, 2016

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Dra. Olga ECHEVERRÍA:
Prof. y Licenciada en Historia, UNICEN. Doctora en Historia, UNICEN.  Profesora Adjunta de Historia Social General e Historia Social Contemporánea en la FCH/UNICEN. Investigadora CONICET. Miembro del IEHS-IGEHCS/CONICET-UNICEN. Directora del Proyecto: Fototeca Digital de Ciencias Humanas y Archivo Histórico Oral de Ciencias Humanas.
Contacto: olgaecheverria23 [at] gmail [dot] com