Ciencia | Historia
18 de agosto de 2015

De chiquilín te miraba de afuera

Dr. Julio César MELON

No tan chiquilín. Tardío ingreso a la Universidad, tiempo de dictadura, maduraciones postergadas.

Para 1985 era alumno (no tan avanzado, faltaban aún dos años) de la carrera de Historia. Los cambios en la carrera habían sido, por cierto, importantes, empezando por el ingreso de un nuevo cuerpo de profesores, un nuevo plan de estudios y la noción, aún no tan extendida, de que en la universidad no sólo se enseñaba sino que, también, se investigaba. No haré nombres suficientemente honrados ni relataré procesos ya conocidos, en la confianza, además, de que aparecerán en otras intervenciones. Sí quiero decir que fui muy feliz en esa época de Tandil en la que -al contraste de lo pasado- todo me parecía un oasis de tolerancia y pluralismo.

No sabíamos qué cosa era la historiografía profesional. Lo aprendimos, un poco, en la carrera. De pronto, hubo un congreso (nunca entendí los congresos pero sé que es una de la formas en las que la gente se conoce y por medio de la cual podemos escuchar y ver a quienes solemos leer). A poco de eso ¿o quizá antes?, me sorprendí acomodando las páginas de lo que iba a ser el primer número del Anuario del IEHS, un Instituto que, también, se acababa de crear. Luego vendría la letra de Halperín a advertirnos (no quiero citar sino de memoria) que estábamos siendo testigos de una renovación académica y profesional de proporciones.

Así que, a fuer de escuchar y leer apreciaciones de índole similar, y de aprender algunas cosas, nos terminamos enterando de que la Historia era o podía ser una profesión, un oficio, quizá un arte, pero que de aquí en más nuestra tarea estaría siempre signada por un sistema de acreditaciones y competencias rigurosamente juzgadas por los pares, especialistas y entendidos en la materia.

No entendía bien entonces, y me cuesta explicar aún hoy, qué es eso de “investigar” sobre el pasado. Incluso –y esto es más grave- no resultaba sencillo justificar la escritura de nuevos textos cuando la biblioteca abundaba (abunda) en grandes libros que el desarrollo consecuente de la profesión nos inhibiría, precisamente, de leer. Juro que hoy, historiador de tiempo completo, ya me he convencido de que mis dudas eran infundadas, aunque la excelente disponibilidad de nuestra biblioteca central, como la maravilla de la antigua, retumba y recrimina en galope de pasión adolescente.

No lo entendía bien pero empezamos a hacerlo, con una licenciatura que se transformó en un primer artículo publicado, precisamente, en el tercer número de esa revista anual que dos años antes ayudábamos a encuadernar. Tuvimos allí, la primera lectura de un arbitraje: había alguien cuya identidad no conocíamos que aceptaba, corregía o rechazaba impiadosamente los textos. En fin, un sistema tan estricto como el de los concursos que tenían preocupados a quienes eran o querían seguir siendo nuestros profesores. La edad de la inocencia había, pues, finalizado, aún para quienes demorábamos en aceptarlo y entre quienes, en pasillos y entre amigos, preservábamos dudas respecto de cómo eran o debían ser las cosas.

Con todo, luego había que calificar para hacer alguna investigación de postgrado (confieso también que aún no entendía que aquello sería parte de alguna formación conducente a un nuevo título, como impera naturalmente hoy) y me decidí por la historia del peronismo. Así tuve mis primeras becas y, contenido por las reuniones que hacíamos en el Instituto, empecé a entender algo de informes. Las reuniones eran claves tanto porque allí se leían y comentaban textos “importantes” en común, como porque periódicamente informábamos, en una especie de aprendizaje colaborativo, “como íbamos” con nuestros temas a nuestros profesores y colegas, en realidad amigos.

Mi tema empezó a ser el peronismo posterior a 1955, y ahí estoy. Puedo contar que comencé con la intención de visualizar cierto peronismo sacrificial, construido no gracias al concurso del estado sino como su inasimilable rival, y llegué, como suele ocurrir, a conclusiones que conformaron más los juicios de los expertos que a aquéllas pretensiones originales. Los historiadores, por el camino de reparar en la diversidad de los procesos, por el afán de rehuir simplificaciones, y por la necesidad de no aceptar sin prueba o fundamento lo que la conciencia proyecta sobre el pasado, solemos conformarnos cada vez más a nosotros mismos y renunciar a un público amplio. Es algo que no hemos logrado trascender y que difícilmente podamos resolver eficazmente sin sacrificar, precisamente, aquella complejidad. Luego de un interregno en el que me dediqué a otros temas, volví al que terminaría siendo mi tema de tesis doctoral: la historia del peronismo luego de su caída y la compleja relación de poder entre el sindicalismo, la política partidaria y la emergencia de nuevas formas de acción propias de la clandestinidad o de la proscripción. Cuando pensé que iba a librarme del tema y aún no sabía qué rumbo iba a tomar (quizá el de la producción de textos más vinculados a mi práctica docente) tomé contacto con los archivos del exilio de Juan Domingo Perón, y recuperé los cánones de una condena. Tengo ante mí los manuscritos del ex presidente, las cartas de puño y letra que le enviaba Vandor, la correspondencia con los amigos, los planes para recuperar el poder o, sencillamente, para seguir contando en la soledad del destierro. Los documentos –lo aprendimos hace mucho pero volvemos a saberlo, siempre- conforman aquella dimensión de verdad positiva otrora exaltada y en ocasiones descuidada, y el trabajo sobre ellos suele conducir a una de las formas menos equívocas respecto de lo que constituye, precisamente, la investigación histórica.

En resumen, la creación del Instituto estableció parámetros para el trabajo que redundaron en que sus miembros pudieran –y debieran- participar activamente en la dinámica nacional e internacional de la profesión y contribuyó, además, a que la carrera de Historia se colocara a la vanguardia de la renovación académica de nuestra Facultad.

Todo este proceso se dio –visto desde hoy- en un ambiente en el que convivieron, con las inevitables consecuencias de aprendizaje, la colaboración y la competencia. En el camino pasé de ser dirigido a director, y de ayudante a profesor titular de la materia que más me gusta. Entre pérdidas irreparables y adquisiciones de vida, la experiencia en el Instituto induce a valorar lo que la vida en su ámbito nos dejó, y junto a ellas, lo que el curso de estos años nos enseñó.

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Dr. Julio César MELON:
Prof. y Licenciado en Historia, UNICEN. Doctor en Historia, UNICEN.  Profesor Titular de Historia General VI en la FCH/UNICEN y Prof. Titular de Historia General III en la UNMdP. Investigador del IEHS-IGECHS/CONICET-UNICEN.
Contacto: jcmelon [at] gmail [dot] com