Sociedad
6 de diciembre de 2011

Las causas de la crisis de 2001

Dr. Ricardo ARONSKIND

Antecedentes:

La crisis de 2001 quizás haya sido el peor derrumbe social de la historia argentina. No se trató, desde ya, de una mera crisis económica, sino que se puso en juego la posibilidad de la continuidad del Estado nacional como entidad con capacidad de autogobierno.

Hacia fines de aquel año, la disolución de los vínculos políticos, económicos y sociales llegó a un punto tal que no podían garantizarse las condiciones para la supervivencia “normal” de amplias franjas de la población. El colapso del aparato productivo, bancario y de las finanzas públicas fue sólo la expresión económica del derrumbe de toda la sociedad. A diferencia de un cataclismo, no fue un producto de la naturaleza, sino de la acumulación de políticas contrarias a los intereses básicos de la Nación.

Por supuesto pueden encontrarse antecedentes de esta situación en los propios albores de la Argentina, como por ejemplo su prematuro endeudamiento externo ya en 1824, la presencia de fuertes intereses extranjeros en los propios centros de la decisión nacional hasta bien avanzado el siglo XX, las dificultades del país para encontrar un lugar adecuado en la división internacional del trabajo cuando avanzó en el proceso sustitutivo de importaciones.

Sin embargo, es posible afirmar que las condiciones materiales y sociales que desembocaron en la crisis de 2001 comenzaron a gestarse un cuarto de siglo antes, en 1976. La dictadura cívico militar que allí se inició dejó como principales legados una transformación en el poder social a favor de los sectores más concentrados en los productivo y financiero, y en el terreno económico un enorme endeudamiento externo que neutralizó las capacidades estatales para continuar liderando el desarrollo económico. El cuadro de fuerte endeudamiento fue el que favoreció la ingerencia permanente de la tecnocracia neoliberal del FMI sobre la definición de las políticas públicas. Si bien el “Proceso de Reorganización Nacional” fracasó como proyecto político, triunfó en su voluntad de reorganizar al país, a favor de las fracciones más parasitarias del capital, tanto local como extranjero. El retroceso industrial y la precarización social se prolongaron durante las dos décadas siguientes a la finalización de la dictadura, al debilitarse sustancialmente la inversión productiva, la obra pública y la investigación y el desarrollo tecnológico. El retroceso cultural y educativo acompañó al deterioro económico.

El período alfonsinista se mostró impotente para poder conciliar el crecimiento con el pago de la deuda externa, y la presión de actores locales y externos sobre las menguadas finanzas públicas crearon un escenario de inestabilidad macroeconómica recurrente.

La hiperinflación que concluyó con el gobierno radical creó un clima catastrófico propicio para que los acreedores externos, aliados a fracciones empresarias locales, delinearan un profundo programa de reformas estructurales, diseñado para maximizar ganancias privadas a costa del patrimonio público y del ya debilitado proceso de acumulación local. Serán las reformas estructurales de los ´90, acompañadas por el Plan de Convertibilidad lanzado en 1991, las causas más próximas de la crisis de 2001.

Las causas inmediatas:

Se ha señalado al tipo de cambio artificialmente revaluado como la causa de los enormes desequilibrios del período, ya que estimuló fuertemente la importaciones (destruyendo la industria local), hizo perder competitividad a las exportaciones (reduciendo el margen de ganancia, o haciéndolas desaparecer), propició las actividades especulativas y llevó a un enorme endeudamiento público y privado que derivó en la incapacidad de la economía de obtener los créditos necesarios para pagar sus compromisos externos. Pero la revaluación cambiaria no fue más que una parte del conjunto de las políticas implementadas en ese período de fundamentalismo neo-liberal.

Según esa visión ideológica, el Estado debía crear un “clima de negocios” que propiciara la inversión privada. En la práctica, eso significó la total subordinación de las políticas públicas a las necesidades y demandas de las diversas fracciones empresarias. Sin embargo, la sumatoria de favores a diversos intereses particulares no constituye una política productiva. Las políticas de apertura importadora, privatización a precio vil de las empresas públicas y la desregulación a favor de intereses privados, no tuvo otra meta que la de otorgar rentas en condiciones privilegiadas a determinados actores locales y extranjeros. El tipo de cambio artificialmente sostenido con endeudamiento externo fue parte de esas medidas: favoreció la concesión de una gran masa de créditos al país, muy útiles para los financistas internacionales y los comisionistas locales que necesitaban colocar fondos en economías periféricas; favoreció la importación de todo tipo de bienes de consumo, provenientes de firmas extranjeras, lo que le proporcionó a la población la sensación (ficticia) de progreso y de “acceso” a la modernidad; favoreció la remisión de utilidades mucho más elevadas en dólares de las firmas extranjeras a sus casas matrices, ya que podían obtener muchos más dólares gracias a la baratura de los mismos debido al “1 a 1”; favoreció la ilusión de estabilidad de precios, ya que la brutal disrupción de la producción local y la enorme masa de desempleados que se fue acumulando a lo largo de esos años, presionó hacia la baja el salario nominal.

El desempleo, que llegó al 18% -con un subempleo semejante- a mediados de la década, fue un aspecto relevante del “modelo”, ya que permitía un fuerte disciplinamiento laboral, y fue un antecedente social directo de las jornadas de diciembre de 2001. El movimiento piquetero surgirá a todo lo largo del país como estrategia de auto defensa de diversos grupos poblacionales frente a la destrucción masiva de puestos de trabajo públicos y privados que propiciará la convertibilidad, y la total imposibilidad de insertarse en un aparato productivo en constante achicamiento. Desde 1998 los indicadores económicos y sociales no dejaron retroceder permanente: cayeron el nivel de actividad, el empleo, los ingresos, las finanzas públicas. La fuga hacia delante de la gestión menemista (con Fernández) consistió en la venta de valiosos activos públicos (YPF), mientras en la gestión delaruísta (con Machinea, López Murphy y Cavallo), se insistió con el endeudamiento externo y los recortes presupuestarios para liberar recursos para… poder pagar deuda.

La hegemonía ideológica del sector financiero sobre el resto de la sociedad fue de tal magnitud, que a través del latiguillo del “riesgo país” logró que parte de la sociedad se solidarizara con sus demandas de ajuste y deflación para garantizar sus cobranzas al Estado. La subordinación de los principales partidos políticos a los financistas dejó prácticamente sin alternativas a la población, que creyó ver en todos “los políticos” a sus enemigos, perdiendo de vista las dimensiones socio-económicas del modelo. La larga recesión desde 1998 hasta 2001 fue derrumbando las economías regionales, a los pequeños productores, a los comerciantes, a los profesionales, además de a los desocupados. Florecieron los clubes de trueque, y las monedas provinciales devaluadas. El intento final de salvar a los bancos de una corrida bancaria –cuando finalmente los sectores medios se despertaron de la ensoñación de la convertibilidad e intentaron sacar sus fondos de las entidades- mediante el “corralito”, llevó a un estado de extrema asfixia a la actividad económica, acrecentando el estado de angustia que afectaba a buena parte del país. El gesto irritante del presidente de la Rúa de declarar el estado de sitio ante la generalización de los saqueos hizo que se unificaran los múltiples malestares, y provocó el estallido del 20 de diciembre. Era el final de una larga época de decadencia nacional.

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Dr. Ricardo ARONSKIND:
Universidad Nacional de General Sarmiento (UNGS) – Universidad de Buenos Aires (UBA).
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